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Педро Антонио де Аларкон

– ¡No hay mujer como tú! ¡De día, de noche, a todas horas, en todas partes, sólo pienso en ti!

– ¡Pues qué! ¿No le gusta a usted la señora corregidora?—preguntó la señá Frasquita con muy mal fingida compasión—. ¡Qué lástima! Mi Lucas la ha visto y dice que es muy guapa, muy buena y de un trato muy cariñoso. Pero también dicen que es muy celosa y que usted le tiembla mucho.

– ¡No tanto, mujer!…—repitió don Eugenio de Zúñiga y Ponce de León, poniéndose colorado—. ¡Ni tanto ni tan poco! La señora tiene sus manías, es cierto; de ello a hacerme temblar, hay mucha diferencia. ¡Yo soy el corregidor!..

– Pero, en fin, ¿la quiere usted, o no la quiere?

– Te diré… Yo la quiero mucho… o, por mejor decir, la quería antes de conocerte. Pero desde que te vi, no sé lo que me pasa. ¡Por coger esa mano, ese brazo, esa cara, esa cintura, daría lo que no tengo!

Y, hablando así, el corregidor trató de coger el brazo desnudo que la señá Frasquita le estaba mostrando; pero ésta, sin descomponerse, extendió la mano, tocó el pecho de Su Señoría con la pacífica violencia e incontrastable rigidez, y lo tiró de espaldas con silla y todo.

– ¡Ave Maria Purísima!—exclamó entonces la navarra, riéndose a más no poder—. Por lo visto, esa silla estaba rota…

– ¿Qué pasa ahí?—exclamó en esto el tío Lucas, asomando su feo rostro entre los pámpanos de la parra. El corregidor estaba todavía en el suelo boca arriba, y le asustó mucho el molinero.

La señá Frasquita se apresuró a arreglarlo y le dijo que el corregidor había puesto la silla en vago. El molinero a su vez se preocupó por él y le propuso agua y vinagre.

– Su Señoría me ha salvado la vida—repuso el tío Lucas sin moverse de lo alto de la parra—. Me quedé dormido aguí y si la caída de Su Señoría no me hubiera despertado tan a tiempo, esta tarde me habría roto yo la cabeza contra esas piedras.

– Conque si…, ¿eh? …—replicó el corregidor—. Pues, ¡vaya, hombre!, me alegro…

– ¡Me la pagarás!—agregó en seguida, dirigiéndose a la molinera.

Y pronunció estas palabras con tal expresión de reconcentrada furia, que la señá Frasquita se puso triste. Veía claramente que el corregidor se asustó al principio, pero ahora persuadido de que el molinero no había oído nada, empezaba a concebir planes de venganza.

Y, mientras el tío Lucas bajaba, le dijo la señá al corregidor, dándole golpes con el delantal en la chupa y alguno que otro en las orejas:

– El pobre no ha oído nada… Estaba dormido como un tronco…

Más que estas frases, la circunstancia de haber sido dichas en voz baja, afectando complicidad y secreto, produjo un efecto maravilloso.

– ¡Pícara!—balbuceó don Eugenio de Zúñiga con la boca hecha un agua, pero gruñendo todavía…

– ¿Me guardará Usía rencor?—replicó la navarra y le miró con su tentadora sonrisa.

– ¡De ti depende, amor mío!

En aquel momento se descolgó de la parra el tío Lucas.

Aprovechando el primer descuido de don Eugenio, la molinera dio un beso a su esposo, que estaba reventando de ganas de reír. Los molineros propusieron al corregidor las primeras uvas de este año, pero Su Señoría no se atrevió a probarlas antes del Obispo. Éste apareció en este momento acompañado del abogado académico y de dos canónigos de avanzada edad, y seguido de su secretario, de dos familiares y de dos pajes. Se detuvo un rato Su Ilustrísima a contemplar aquel cuadro tan cómico y tan bello, hasta que, por último, dijo, con el reposado acento propio de los prelados de entonces: