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Педро Антонио де Аларкон
Empiezo por responderos de que la señá Frasquita, esposa del tío Lucas, era una mujer de bien, y lo sabían todos los visitantes del molino. Digo más: ninguno de ellos la miraba con ojos de hombre ni con intenciones amorosas. La admiraban y la cortejaban en ocasiones, eso sí, pero siempre delante de su marido, por supuesto. Todos acababan por decir al regresar del molino obsequiados de uvas o de nueces que era buena mujer, un ángel, una niña de cuatro años.
La niña de cuatro años, esto es, la señá Frasquita, se acercaba a los treinta. Tenía más de dos varas de estatura, era recia o quizás más gruesa todavía de lo correspondiente a su distinguida talla. Parecía una matrona romana… y eso que no había tenido hijos. Pero lo más notable en ella era la movilidad, la ligereza y gracia de su respetable cuerpo. Su rostro era más movible todavía. Lo avivaban cinco hoyuelos: dos en una mejilla, otro en otra; otro, muy pequeño, cerca de la comisura izquierda de sus rientes labios, y el último, muy grande, en medio de su redonda barba. Imaginad, además, los picarescos gestos, los graciosos guiños y las bonitas posturas de cabeza y ya tendréis la idea de aquella cara llena de hermosura y brillante de salud y alegría.
Ni la señá Frasquita ni el tío Lucas eran andaluces: ella era navarra y él murciano. Él había ido a la ciudad de…, a los quince años, como medio paje, medio criado del obispo anterior. Su protector lo educó para clérigo y le dejó en su testamento el molino. Pero después de la muerte del obispo el tío Lucas abandonó la carrera sacerdotal y se convirtió en soldado. Más que decir misa y moler trigo deseaba ver el mundo. Participó en varias campañas como ordenanza del general don Ventura Caro y permaneció luego mucho tiempo en las provincias del Norte, donde tomó la licencia absoluta. En Estella conoció a la señá Frasquita, que entonces se llamaba Frasquita; se enamoró, se casó con ella, y la llevó a Andalucía a aquel molino donde estaban tan pacíficos y dichosos.
La señá Frasquita, pues, trasladada de Navarra, no había obtenido ningún hábito andaluz, y se diferenciaba mucho de las campesinas andaluzas. Se vestía con más sencillez y elegancia que ellas, lavaba más sus carnes y permitía al sol y al aire acariciar sus brazos y garganta. Usaba, hasta cierto punto, el traje de mujeres de aquella época: la falda que dejaba ver sus menudos pies y el movimiento de su pierna; llevaba el escote redondo y bajo; todo el pelo recogido en lo alto de la coronilla, que dejaba ver la hermosura de su cabeza y de su cuello, pendientes largos en sus pequeñas orejas y muchas sortijas en los afilados dedos de sus duras pero limpias manos. Por último: la voz de la señá Frasquita tenía todos los tonos del más extenso instrumento, y su risa era muy alegre y natural.
Retratemos ahora al tío Lucas. El tío Lucas era muy feo. Lo había sido toda su vida y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin embargo, había pocos hombres tan simpáticos y agradables. Fascinado con su energía, su ingenio y su gracia, el difunto obispo se lo pidió a sus padres, que eran pastores, no de almas, sino de verdaderas ovejas. Después de la muerte del obispo y de dejar el seminario por un cuartel, lo distinguió entre su ejército el general Caro, y lo hizo su ordenanza más íntimo, su verdadero criado de campaña. Después de cumplir, en fin, su empeño militar, le fue muy fácil al tío Lucas rendir el corazón de la señá Frasquita. La navarra, que entonces tenía veinte abriles, y les gustaba a todos los mozos de Estella, algunos de ellos bastante ricos, no pudo resistir a los continuos chistes, a los ojos del enamorado y a la constante sonrisa llena de malicia y de dulzura, de aquel murciano tan atrevido, tan hablador, tan hábil, tan valiente y tan gracioso, que acabó por enamorar no sólo a la joven sino también a su padre y a su madre.