Читать «Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha» онлайн - страница 7

Мигель де Сервантес Сааведра

Terminó de decir esto y atacó con la lanza al mercader con tanta furia que si Rocinante no tropieza y cae, lo hubiera pasado mal el atrevido comerciante.

Cayó Rocinante y su amo fue rodando un gran trecho por el campo. Mientras intentaba levantarse decía:

–No huyáis, gente cobarde, que estoy aquí tendido por culpa de mi caballo.

Uno de los mozos de mulas, cansado de oír tantos insultos, se acercó a él, rompió la lanza en pedazos y le dio tal paliza que ya no le fue posible levantarse de lo dolorido que tenía todo el cuerpo.

Capítulo V

Don Quijote regresa a su aldea

En esta situación se encontraba cuando pasó por allí un labrador de su mismo pueblo y vecino suyo, que viéndolo tirado en el suelo paró a ayudarlo. El labrador le descubrió la cara, se la limpió, que la tenía cubierta de polvo, y al reconocerlo le dijo:

–Señor Quijana ―que así se debía de llamar él antes de perder el juicio y hacerse caballero andante―, ¿quién ha puesto a vuestra merced de este modo?

Pero él seguía en sus pensamientos y no contestó nada. El labrador lo levantó del suelo y lo subió sobre su asno. Recogió las armas, las puso sobre Rocinante y se dirigió hacia su pueblo. En el camino, don Quijote llamaba al labrador Rodrigo de Narváez o Marqués de Mantua, confundiéndolo con estos personajes de los libros que había leído, y él mismo decía ser unas veces Valdovinos, y otras, Abindarráez.

Al oír estas locuras, dijo el labrador:

–Mire, señor, que yo no soy don Rodrigo de Narváez ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos ni Abindarráez, sino el honrado señor Quijana.

–Yo sé quién soy ―respondió don Quijote― y sé que puedo ser no solo los que he dicho sino los doce Pares de Francia, pues todas sus hazañas las puedo yo superar.

Llegaron al pueblo cuando ya anochecía y entraron en la casa de don Quijote, donde se encontraban el cura, Pero Pérez, y el barbero, maese Nicolás, que eran buenos amigos de don Quijote.

Los dos, junto con la sobrina y el ama, discutían sobre la ausencia de su amo y sus malas lecturas, que le habían hecho perder el juicio.

–Hace tres días que no aparecen ni él, ni el rocín, ni la lanza, ni las armas ―decía el ama―. La verdad es que la culpa es de esos libros de caballerías que él tiene y suele leer. Ellos le han quitado el juicio. Ahora recuerdo haberle oído decir muchas veces que quería hacerse caballero andante e irse a buscar aventuras por esos mundos.

La sobrina decía lo mismo:

–Sepa, señor barbero, que muchas veces mi tío leía esos libros durante días enteros, y cuando dejaba el libro, cogía la espada, se ponía a pelear con las paredes y decía que había matado a cuatro gigantes o más. Pero yo tengo la culpa de todo, porque no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi tío, para que le quitaran y quemaran todos esos libros.

–Esto digo yo también ―dijo el cura―, y mañana mismo los echaremos al fuego, para que no den la oportunidad a otro de caer en la locura de nuestro buen amigo.